Jacobo Díaz Pineda, Director General de la Asociación Española de la Carretera
Artículo publicado en la Edición Especial 50º Aniversario del Grupo TPI
La España de hoy poco o nada tiene que ver con la de de hace cincuenta años. Ni desde el punto de vista físico-político, ni desde las perspectivas social o económica ni, menos aún, si se analizan pormenorizadamente los valores colectivos imperantes en uno y otro período.
Medio siglo atrás, el esquema mental del país respondía a una realidad que el NO-DO se afanaba en perpetuar, cuando el sistema político comenzaba a resquebrajarse, dejando resquicios por los que se colaban tímidamente otras formas de vida de otros lugares no muy lejanos.
Corría la década de los 60 y en New York se estrenaba «El violinista en el tejado»; la revista argentina Primera Plana comenzaba a publicar la tira cómica del humorista y dibujante Quino, «Mafalda»; Martin Luther King recibía el Premio Nobel de la Paz, y la empresa IBM presentaba el primer modelo de su serie 360. Mientras, en España se daban los primeros pasos en la evolución de usos y costumbres, al amparo de unas influencias culturales y socio-políticas que llegaban a través de la emigración y el turismo.
En 1959, el Gobierno decidía iniciar un proceso de liberalización de la economía que dejara atrás los años de la autarquía y las privaciones, poniendo en marcha, para ello, entre 1959 y 1961, el Plan de Estabilización Económica, con la asesoría y ayuda financiera de EEUU y la Organización Europea para la Cooperación Económica (OCDE).
En ese tiempo fue posible, por primera vez, modernizar la red viaria gracias a un Plan General de Carreteras desarrollado durante aquella década que contribuyó a poner al día unas vías que acumulaban años de atraso, dando entrada a las autopistas de peaje. De aquel entonces son itinerarios como el eje Madrid-Alicante-Barcelona; Palma de Mallorca y la comunicación con su aeropuerto, o el túnel de Guadarrama, la obra más emblemática y avanzada del momento en España.
Y programas como el Plan de Itinerarios Asfálticos (Plan REDIA), un ambicioso protocolo de mejora para los doce itinerarios con mayor intensidad de tráfico; y el Programa de Autopistas Nacionales Españolas (PANE), que anunciaba, con vistas a 1979, nada menos que 3.000 kilómetros de autopistas.
La renovación política, social y económica de aquellos años sentaría las bases para la construcción de un país radicalmente distinto. Un Estado vertebrado territorialmente gracias a una red de comunicaciones terrestres que revolucionaría el transporte, el comercio y el empleo sobre la base de una malla de carreteras que acortaba espacios y tiempos, que acercaba pueblos y mercados y que llevaba el bienestar e todos los rincones de España.
Pero cincuenta años dan para mucho. Para alegrías inversoras y también para períodos de dificultades. Tanto es así que los últimos ejercicios del siglo XX fueron especialmente complicados en este sentido. La nueva perspectiva de la política europea común exigía grandes sacrificios macroeconómicos a sus miembros y España no era una excepción. La economía acusó el golpe, máxime después del gran esfuerzo inversor realizado durante los años anteriores en múltiples capítulos, como los grandes eventos internacionales celebrados en 1992, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla.
Tiempos difíciles en los que, sin embargo, no faltaron inconformistas empeñados en devolver a la carretera al escenario político y presupuestario imprescindible para consolidar la articulación de un país que abría sus puertas a Europa. Instituciones que no se conformaban, empresas que no aceptaban la paralización del sector y, sobre todo, personas que no estaban dispuestas a renunciar a la libertad y bienestar que habían llegado de la mano de las infraestructuras carreteras.
La España de hoy poco o nada tiene que ver con la de hace cincuenta años. Para un ciudadano europeo que haya conocido nuestro país en los años 60, regresando cuatro o cinco décadas después, la primera imagen de la espectacular transformación sufrida la ofrecen las carreteras, convertidas en un entramado de última generación equipado con tecnología inteligente para un transporte seguro, cómodo y eficiente de personas y mercancías. Así, según distintas fuentes, el valor patrimonial o de reposición de la red de carreteras española está ya muy próximo a los 200.000 millones de euros (196.000 millones, según el informe sobre “Estado del arte de la conservación de infraestructuras en España”, ACEX – 2009). Además, entre 1999 y 2008 el transporte de mercancías por carretera creció un 103% – según datos del Observatorio del Transporte el Ministerio de Fomento-, aportando a las arcas públicas un total de 24.000 millones de euros en concepto de impuestos, cerca del 10% de la recaudación total.
Tal y como se desprende de estas cifras, en medio siglo España se ha reinventado a través de sus infraestructuras; pero hoy parece estar agotada por el esfuerzo. Es el momento de abrir los ojos, de convertir las dificultades del presente en las oportunidades de mañana. Como en el transcurso de los últimos cincuenta años, serán aquellos que no tengan miedo a explorar nuevos rumbos –los inconformistas- quienes lideren un futuro en el que –también para las carreteras- todavía queda mucho por hacer.