Editorial publicado en la revista Carreteras – nº 183 – Mayo/Junio de 2012
Una de las características más permanentes de la comunidad española ha sido la debilidad de nuestra sociedad civil. A diferencia del mundo sajón, nuestra delegación de responsabilidades en el mundo público, querida o no, es prácticamente absoluta. Las administraciones y sus responsables políticos adoptan sus decisiones, que cuando son criticadas lo son en la misma esfera política, sin que el mundo privado concernido por tales medidas tenga la capacidad de articular sus propuestas o contrapropuestas sin que de las mismas se haga una lectura político-partidista.
Éramos muchos los que sabíamos que algunas políticas de infraestructuras que estábamos desarrollando nos llevarían, más tarde o más temprano, al desastre. Infraestructuras construidas exclusivamente bajo demandas territoriales y sin demandas de tráfico era el mecanismo más certero para cimentar el descrédito de la Obra Pública. Tras la ilusión de los primeros momentos, las obras mal concebidas se convierten en monumentos a la ineficiencia, al despilfarro y al absurdo, con una capacidad pedagógica inimaginable. En un período de tiempo extraordinariamente corto, la opinión social ha pasado de apoyar sin fisuras la inversión en obras públicas a dudar de cualquier nueva actuación. Todo está construido y demasiado construido. Casi toda propuesta será vista como un gasto inútil. Esto significa que nuestra sociedad no sólo no tiene dinero para construir, sino que tampoco tiene ganas de seguir haciéndolo.
De este cambio social, de este desastre a los ojos de muchos, el mundo privado es también responsable. Si no hubiéramos permanecido callados, si la sociedad civil hubiera jugado su papel, se habrían evitado errores. Errores que, sin duda, crearon oportunidades de negocio, pero que resultaron negocios efímeros.
Si las cosas hubieran sido de otra forma, tal vez a estas alturas faltase dinero, pero no ganas. NUESTRA CULPA…