Jacobo Díaz Pineda, Director General de la Asociación Española de la Carretera
Artículo publicado en «Motor 16», nº 1.474, 10 al 16 de enero de 2012
Dos paisanos se encuentran por la calle y uno le pregunta al otro cómo le va la vida. La respuesta no puede ser más escueta y contundente: “Hombre, en no comiendo voy sacando para los gastos”. La escena la describe el popular humorista José Mota y, de forma inesperada, nos viene a la mente a propósito de la reducción a 110 kilómetros por hora del límite de velocidad en vías de gran capacidad puesta en marcha entre marzo y junio.
Esta medida se presentó como herramienta para reducir el gasto nacional en combustible. Conviene recordar en este sentido que las carreteras a las que afectaba apenas suponen el 10% de la red total. Además, en multitud de puntos de estas grandes vías es imposible alcanzar los 110 kilómetros por hora debido a los altos niveles de tráfico que se registran. Éstas fueron algunas de las causas del revuelo tras el anuncio del Gobierno. Con todo, según fuentes oficiales, este cambio en el límite de velocidad ha permitido ahorrar 450 millones de euros en crudo, una cifra notable en plena crisis. Así pues, si realmente ha sido así, ¿por qué en julio se derogó la medida?
Por ello, y con independencia del perjuicio que este ahorro haya ocasionado en la recaudación de impuestos asociados a los combustibles, nos resulta inevitable preguntarnos por las verdaderas causas de esta caída en el consumo de carburantes, que además se ha mantenido tras la vuelta al límite de 120. ¿No habrá tenido algo que ver el hecho de que en España haya casi cinco millones de parados y la crisis económica esté azotando de forma especialmente virulenta las economías familiares? ¿Y qué hay de los precios de los combustibles, que se han incrementado alrededor de un 40% desde comienzos de 2009? ¿No cabe pensar que todo ello está modificando nuestros patrones de movilidad por carretera, lo cual tiene una influencia clara en las cifras de consumo?
Ante este panorama, es inevitable que nos asalte ese chiste tan sarcástico y revelador de lo que está sucediendo con el que José Mota nos arranca una sonrisa no exenta de amargura; sí, ahorramos en gasolina y por ello podemos pagar otras facturas, pero a costa de dejar muchos días el coche aparcado…
Velocidad y accidentes de tráfico es otra de las derivaciones que ha tenido el debate surgido en torno al límite de 110 kilómetros por hora. Pese a que esta reducción de la velocidad se instauró con el objetivo de reducir la factura energética de nuestro país, muchas voces se apresuraron a analizar la cuestión bajo el prisma de la seguridad vial. El axioma es sencillo: si reducimos la velocidad máxima reduciremos los accidentes de tráfico. Por ello, cuando en julio el anterior Gobierno decidió volver a instalar señales de 120, esas mismas voces vaticinaron un verano negro en nuestras carreteras.
Lo cierto es que las cifras de accidentalidad durante el año no han mostrado diferencias significativas que contradigan la constante tendencia a la baja mostrada desde 2004. Es más, el balance de verano presentado recientemente por la Dirección General de Tráfico (DGT) indica que las cifras de siniestralidad durante los meses de julio y agosto han sido las más bajas de los últimos 50 años, con un descenso del 11,3% con respecto a 2010.
Llama poderosamente la atención que a la hora de analizar el ahorro de combustible y la reducción de los accidentes registrados en los últimos meses, pocas voces hayan apelado a factores como el sentido del ahorro de los ciudadanos –forjado a golpe de desconfianza-, las estrecheces económicas que sufren las familias –muchas de ellas afectadas por el desempleo-, la mejora en la tecnología de los automóviles en materia de eficiencia energética o, también, la mayor concienciación al volante del conductor medio español.
Debemos detenernos en este último punto. Tras años de políticas completamente focalizadas en la concienciación ciudadana y el fortalecimiento del frente legislativo y sancionador, ha llegado la hora de cargar las tintas en las propias carreteras como infraestructuras capaces de aportar ese plus necesario para mejorar aún más las cifras de siniestralidad.
En materia de seguridad vial, la senda es clara y la marcan “hojas de ruta” con clara visión de futuro, como es el caso de la Directiva sobre Gestión de la Seguridad en Infraestructuras Viarias. Uno de los principales hallazgos de este texto es la promoción de las auditorías de seguridad vial a gran escala en todas las vías de la Red Transeuropea de Carreteras, cuya longitud en España alcanza los 11.637 kilómetros. Estas herramientas, profusamente utilizadas con gran éxito en otros países de nuestro entorno, podrían contribuir a reducir hasta un tercio la siniestralidad, según estimaciones realizadas por técnicos de carreteras.
Estas auditorías marcan una nueva línea de trabajo que merece ser explorada en los próximos años si no queremos estancar el proceso de mejora de nuestra red de carreteras que comenzó hace décadas. Y es que esta Directiva comunitaria deja claro que el siguiente paso en materia de seguridad vial ha de ser la actuación profunda y decidida en las infraestructuras viarias como factor determinante y decisivo en la reducción de los accidentes de tráfico y sus consecuencias, siempre dramáticas.
Ello redundará en unas mejores carreteras con estándares de calidad de servicio y seguridad más elevados, a lo que ha de sumarse una avanzada gestión del tráfico que garantice en todo momento las mejores condiciones posibles de fluidez. Éste y no otro debe ser el reto de las carreteras en la presente década, un desafío que es más real de lo que muchos piensan ya que la Directiva sobre Gestión de la Seguridad en Infraestructuras Viarias establece las bases concretas para ello.
En las actuales circunstancias económicas es toda una tentación apelar a criterios de contención presupuestaria para dejar a un lado este tipo de iniciativas. La reducción a la mitad de las inversiones en carreteras durante este año es buena prueba de ello y no debería convertirse en la norma a seguir en próximos ejercicios. Los poderes públicos deben desarrollar en toda su extensión esta Directiva, sin escatimar esfuerzos. Es más, urge desarrollarla en todas las vías españolas, sea cual sea su tipología y titularidad, y no sólo en la Red Transeuropea de Carreteras como establece el texto legal. En vista del escalón existente entre las vías de gran capacidad y la red secundaria, sería una irresponsabilidad dejar en un segundo plano los trabajos necesarios para que todas nuestras carreteras cumplan holgadamente los requerimientos de calidad de servicio y seguridad propios del siglo XXI.
De lo contrario, el mensaje que estaremos trasladando a la ciudadanía es el de un país que se esconde y mira para otro lado cuando los problemas arrecian. Si no afrontamos este reto viario escudándonos en razones presupuestarias estaremos abocados a afrontarlo más adelante, cuando la desventaja con nuestros socios europeos más avanzados sea insalvable, al menos a un coste razonable. ¿Qué autoridad pública desea transmitir este mensaje a sus conciudadanos?
La verdadera cuestión es preguntarnos si estamos abocados al fatalismo que se esconde tras la escena humorística con la que comenzábamos estos párrafos. ¿España sólo puede aspirar a ser un país que acude a las cumbres internacionales esbozando un tímido “en no comiendo, vamos sacando para los gastos” cuando nos preguntan cómo nos va? ¿Con este espíritu se va gestionar la política de carreteras y la salida de la crisis?
Rotundamente no. Vivimos un tiempo en el que nos jugamos mucho. No sólo en materia viaria. Una cosa es ese humor tan particular que llevamos grabado en nuestro carácter y otra muy distinta la necesidad de buscar un futuro mejor con ahínco, valentía y determinación. Dicho lo cual, si es con una sonrisa mucho mejor.