Editorial publicado en la revista Carreteras – nº 178 – Julio/Agosto de 2011
Las crisis tienen muchas secuelas además de las económicas y sociales, tan conocidas y vividas por la sociedad española durante estos últimos años; y quizás sean las ideológicas y psicológicas las más peligrosas a largo plazo.
Una de estas secuelas es el cuestionamiento sistemático de todo lo realizado antes, las dudas sobre la historia reciente. Esto no es, en principio, negativo, pero se corre el peligro de que se convierta en un error cuando el diagnóstico está condicionado por las circunstancias. Como ahora no tenemos dinero, podemos llegar a pensar que antes gastábamos alegremente y que una prueba de esa alegría era la magnificencia de nuestras infraestructuras. Hay pocas dudas sobre la relevancia que ha tenido la inversión en infraestructuras de transportes en nuestro país en los últimos veinticinco años, pero podemos equivocarnos al determinar el origen de esta elevada concentración de recursos económicos.
No es que hayamos realizado obras “exageradas”, sino que hemos realizado un “exagerado” número de obras. Durante algunos decenios, la dinámica territorial de España ha jugado contra los principios de priorización y justificación -ya que todo estaba justificado y todo era prioritario- que deberían flanquear cualquier ejercicio planificador.
Esa demanda ilimitada no era, y no será, el mejor impulsor de la calidad de las obras, de manera que cuando construíamos más que nadie y gastábamos más que los demás, seguíamos construyendo mucho más barato que nuestros homólogos europeos. Es posible que parte de este menor coste fuera mérito nuestro, como también es seguro que otra parte del ahorro era por nuestra culpa. Nuestro modelo de gestión de carreteras puede favorecer el postergar gastos a un futuro cercano a través de exigencias crecientes de mantenimientos extraordinarios, cuando no puras reconstrucciones.
Si ese modelo ya se ha demostrado inútil –solo unos quince años después, los programas de reconstrucción de autovías de primera generación tienen un coste varias veces superior a lo que costó el programa de inversión primigenio -, no es el momento de perpetuarlo con obras cada vez más baratas. No es ahí donde se deben concentrar las prioridades, sino en el número de obras a ejecutar. Seguro que, desde un punto de vista político, este segundo camino es mucho más duro y lleno de dificultades, pero es el momento de recuperar la autoridad o, lo que es lo mismo, la capacidad de priorizar obras justificadas… No somos tan ricos como para hacer cosas todavía más baratas.