Jacobo Díaz Pineda
Director General de la ASOCIACIÓN ESPAÑOLA de la CARRETERA
No se necesita más que un vistazo rápido al Proyecto de Presupuesto 2011 del Ministerio de Fomento para darse cuenta de que las infraestructuras viarias son el modo más desfavorecido en las cuentas de este Departamento. Poco importa que el 90 por ciento de los viajeros y el 85 por ciento de las mercancías que se transportan en nuestro país lo hagan por carretera. Poco importa que ésta sea el verdadero elemento de vertebración de nuestra sociedad, el que garantiza la accesibilidad a los servicios y la calidad de vida que todos los ciudadanos merecen. Las cifras presentadas por el Gobierno son elocuentes: 2.529 millones de euros para carreteras frente a los 7.699 que se dedican a ferrocarril, la mayor parte, a la alta velocidad. El tren, pues, gana. Dudosa victoria cuando lo que está en juego es la pervivencia de un patrimonio viario de 185.000 millones de euros y la garantía de movilidad de los ciudadanos. Y más aún si se tiene en cuenta que sólo 4 de cada 10.000 viajeros utilizan el AVE en España.
Tal y como está planteado, el Proyecto de Presupuesto 2011 no ha tenido presente la rentabilidad de las diferentes infraestructuras, y más bien se ha quedado en un análisis de minimización del daño territorial y empresarial.
Mucho me temo que, en consecuencia, nos tocará hablar de congestión en buena parte de nuestras carreteras, de pérdida sistemática de calidad de la conservación, y de pérdida significativa del nivel del servicio ofrecido al ciudadano. Probablemente tengamos la red de autovías con más kilómetros de Europa. Lamentablemente, no podemos decir, ni de lejos, que éstas ofrezcan un nivel de servicio adecuado al país que presumimos tener.
El Ministro de Fomento ha señalado en alguna ocasión “que tenemos que aprovechar más lo que ya tenemos y construir lo que verdaderamente es necesario, conjugando competitividad, racionalidad económica y cohesión territorial”. Pues bien, no se me ocurre una mejor definición de lo que ofrece una carretera y no es capaz de ofrecer el AVE.
La alta velocidad ferroviaria se define como un modo perfecto para el transporte de viajeros (no de mercancías) en distancias medias de entre 400 y 600 kilómetros (sin estaciones intermedias), y para un número de pasajeros superior a los 10 millones al año (nuestra línea más ocupada transporta tres millones de pasajeros al año). Asimismo, y en el caso de Europa, se viene considerando de forma generalizada que el tren de alta velocidad es idóneo para todos los países del Viejo Continente excepto para Austria, Suiza y España debido a sus características orográficas. Bajo estas premisas técnicas y pese a la evolución de la Ingeniería en las últimas décadas, no podemos plantearnos, sin sonrojarnos, la movilidad de mercancías en AVE en España.
Desde Fomento, la apuesta por el ferrocarril se justifica asegurando que las prioridades del transporte ferroviario de mercancías, alta velocidad y cercanías atienden “a razones de sostenibilidad social y medioambiental”. Pero se olvida, en este caso, la tercera pata que define el concepto de sostenibilidad: la rentabilidad económica.
Cuando dispongamos de los estudios de rentabilidad económica de las líneas de AVE en funcionamiento, entonces habrá que reconocer que esta “tercera pata”, la económica, está como mínimo en discusión.
En este sentido, no creo que sea el momento de tomar decisiones de dudosa justificación económica aferrándose a la bandera de la sostenibilidad social y ambiental, máxime cuando esta última también podría rebatirse en el caso concreto del modo ferroviario.
No soy ajeno al grave deterioro económico que atravesamos y, sin entrar a analizar sus causas, entiendo que es el momento de hacer propuestas imaginativas. No nos asusta el debate de “el que contamina paga”. Pero sí nos preocupa, y mucho, la filosofía con la que en su momento fue redactada la Directiva sobre la Euroviñeta, que abría la puerta a que, una vez más, el modo de transporte por carretera se convirtiese en el pagano de los déficits acumulados en otra serie de servicios que la Administración presta sus ciudadanos. Y ello, a costa de perder calidad en el modo viario y asumir unos estándares de conservación muy por debajo de lo que exige el tipo de infraestructura con el que nos hemos dotado.
Por otro lado, mientras desde el Gobierno se asegura que no se pueden construir nuevas autovías en corredores donde existen autopistas de peaje, se pone sin reparos en competencia al modo ferroviario de alta velocidad y a la red de aeropuertos del país, ambos deficitarios en su estructura actual.
Ante este panorama, no estaría de más, una segunda reflexión, alejada de prejuicios y realidades incompletas.